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Solía ir a diario porque no había gente y el silencio se oía. El reloj no contaba. La persona que estaba al otro lado de la cueva no interrumpía los largos soliloquios que mantenía con el santo. Le hablaba y trataba, como a esos colegas que tenía con quince años en vallecas…

– Joder tú! si has hecho eso por «menganito» podrías quedar de P. M. completando la faena y…

Y… Puesto que de milagros hablaba, el los hacía sin darle importancia alguna, como si… Fuesen casuales!

¡Qué bien te has portado tío! Le decía, cuando el señor que hasta ese momento, era transparente empezó a carraspear con insistencia, una y otra vez…

Dejaba transcurrir unos instantes y volvía con más fuerza. 

– Perdón señor le pasa algo, le dije? 

– No, nada, es qué soy el encargado de cerrar la cancela para ir a comer, ya son las dos y medía y tenía que haberme ido a las dos… 

(Así conocí yo, a Laureano, un sacerdote misionero capuchino qué me impactó por su humanidad desde el primer momento.)

Perdóneme, le dije… No me dí cuenta… Me presente. Se presentó. Nos reímos…  Poco a poco y en días sucesivos nos fuimos conociendo. Yo casi siempre subía con mi amigo Miguel al que tengo tantas cosas que agradecer…

Continuará..