Nos hicimos adictos a visitar la cueva mi amigo Miguel y yo. Allí, hablábamos con Laureano, un franciscano misionero del que me envelesaba oír sus conversaciones. Al igual que colegueba con el santo en mis monólogos&soliloquios, lo hacía con él.

-Laureano, si yo un día te dijera que me confesases, tendrías que hacer horas extraordinarias, porque desde que hice la comunión, no he vuelto a hacerlo.

– No es necesario que estés tanto tiempo, me dijo con su sonrisa bonachóna en la cara. Tú, me dices que quieres confesarte y yo, te perdono. Con esa sencillez que irradiaba su respuesta, me dejó atónito. Yo insistí en la «broma».

-Laureano, espero qué me eches una manita cuando estés en el cielo. Yo no soy practicante católico, no voy a misa, no he vuelto a comulgar desde la dichosa comunión, en fin que siempre es bueno tener un «enchufe» allá en el cielo, por si estoy como mucho en el purgatorio pasando calor… Jajajajs!

– Sin perder su sonrisa me responde. Mi padre no era creyente y está en el cielo.

Laureano irradiaba paz y además del embrujo que produce la cueva, nos hacia perder el sentido del tiempo. Nos contó qué había estado muchos años en la antigua Guinea Española, en sitios recónditos donde los más desfavorecidos recibian sus desvelos. Había construido pozos de agua, para el regadío y agua potable. Había trabajado en la docencia de niños y mayores, y en cubrir parte de las muchas necesidades que tenían sanitarias y de supervivencia. Amén de llevar el evangelio.

Le pregunté ¿porqué se había venido?, nos dijo que había cogido la Malaria y le habían traído su cuerpo aquí, pero su corazón se había quedado allí. Además me dio a entender con tristeza que ya no le enviarían de nuevo a misiones por África, por su edad. (Es importante reseñar, que la orden tiene voto de obediencia) ¡Qué personaje! ¡He llegado a quererle!

Un día nos dijo Laureano, que en la Iglesia de Orito se iba a celebrar los cuatrocientos años de la beatificación del santo y que durante una semana, se iban a exponer todos los recuerdos y reliquias del santo traídas desde diferentes lugares de toda España. Entre todas las cosas, hubo dos cosas que me impactaron. Una, los escritos del santo encuadernados en pergaminos de cuero y cosidos por los lomos, de un tamaño de un libro pequeño de bolsillo, tenía una caligrafía preciosa, guardando las distancias y sin torcerse en sus renglones. La otra, una reproducción del cuerpo acartonado e incorrupto del santo, con un realismo increible (La reliquia del cuerpo del santo, la quemaron en la guerra dentro de las locuras que hicieron unos bandos y otros). Nos dijo que para cubrir los diferente turnos de visitas, se iban a requerir la colaboración de voluntarios. Miguel y yo nos ofrecimos y se nos asignó un Lunes, de nueve de la mañana a las tres de la tarde. A mí, me tocó un puesto que estaba situado en la entrada de la Iglesia  en el que se vendían diferentes objetos (rosarios, escapularios, figuritas del santo etc.) No vendí nada, ni una mala estámpita. Sólo vino una parejita, que Miguel acompañó por las diferentes estancias para enseñarles la exposición. El motivo por el que no vino casi nadie, fue que hizo un día de perros y caía el agua a mares, hacía mucho frío y sentados en la entrada estábamos Miguel y yo, ateridos de frio tiritando…

A las dos horas, no sentía los pies, la humedad se me había metido en el cuerpo y los dientes me casteñeaban. Miguel, igual que yo estaba frotándose las manos. En ésto, llegó Laureano.

-Laureano, le dije ¿no tendrás una estufita, un braserito, algo que de calor?

– Si, arriba en mi celda me dijo, y se fue raudo. Al poco llegó con una estufa del año tres. Una estufa, de esas eléctricas de los años setenta, que tenían tres partes diferenciadas, izquierda, central y derecha. Cada parte, correspondía con tres botones superiores. Laureano, sólo pulsó un botón y sólo se encendió la parte de la izquierda y se fué. Le miré a Miguel y le dije:

-Miguel, no me atrevo a encender los otros dos fuegos, porque como los frailes son tan austeros, pero yo me estoy muriendo de frío. De repente y sin que nadie tocase la estufa… «ZUM, ZUM» . Se encienden los otros dos fuegos. Miguel y yo nos quedamos mirándonos y de reojo mirando la estufa, con una cara de asombro y los ojos como platos… En éste momento llega Laureano y con asombro e intriga, le explicamos el prodigio de los fuegos. Se da la vuelta y se va lentamente riéndose.

Y le escuchamos decir: Jijijiji… Éste San Pascual…

Continuará.