El fin de la guerra se suponía cerca. Estaba en Nules en el frente, en las trincheras. El enemigo, estaba muy cerca y en las noches interminables nos hablábamos de unas posiciónes a otras, nos contábamos cosas, otros cantaban, había una calma tensa, pero se vaticinaba el final de la contienda. Unos días antes de acabar la guerra, unos compañeros estaban jugando al frontón y la pelota cayó justo en el medio de las dos líneas, en el puente de la acequia, un soldado salió a recogerla confiado en que no le pasaría nada.

La ametralladora que teníamos de frente, acostumbraba a disparar ráfagas de vez en cuando y tuvo la mala leche de disparar sobre el pobre soldado, abatiéndolo en el puente. A partir de ese momento, se acabó la tranquilidad, los bombardeos con morteros y disparos de ametralladoras fueron constantes. Sufrimos bastantes bajas.

Y llego el día más deseado, había anochecido, llegó un motorista desde Valencia, se paro en medio del puente y desde allí arriba, a gritos, anunció el final de la guerra. Creo que fue el último lugar en guerra, allí finalizó. (Madrid, había caído el día anterior)

Desde el bando contrario, nos invitaban a pasarnos a su bando para celebrarlo. Otros compañeros y yo decidimos marchar hacia Valencia, por el camino fuimos despiezando el fusil ametrallador, tirando y diseminando las piezas, por el campo. Lo mismo hicimos con las municiónes y las bombas de mano. Andando durante toda la noche llegamos a Benavites, donde estaban mis hermanos Angel y Julián, pero ya se habían ido en un camión de reparto hacia Madrid y no había transporte. Seguimos camino hacia Sagunto, en una interminable fila de combatientes caminando hacia Valencia. Mientras tanto, los aviones fascistas, nos hacían vuelos rasantes a muy baja altura sobre nuestras cabezas. Los hijos de puta disfrutaban con el juego. Al final llegamos a Valencia, la gente nos miraba con lástima. Llegamos a la estación, y estaba repleta de combatientes que regresaban a sus casas después de tres años de lucha y pasar calamidades, de ver muertos destrozados por la metralla, de pasar miedo, para que después los oportunistas, los militares sublevados, familiares y amigos se enriquecieran, y se colocarán en los puestos de mando, todo a costa de las miserias y calamidades que pasamos los de la zona republicana. Tuvimos que sufrir vejaciones, situaciones de venganza y odio de quienes habían ganado la guerra y «el derecho» a maltratar y humillarnos. Muchos combatientes al llegar a sus pueblos, fueron marginados, fusilados, presos en campos de concentración, o en batallones de  castigo como fue mi caso, trabajando de sol a sol gratis, pasando hambre y aguantando insultos y malos tratos de palabra y obra. También hubo otros, que ante el temor a  las represalias, se echaron al monte (Los maquis).

Cuándo por fin llegamos a la estación de Valencia, todos luchabamos por coger una plaza en los trenes de mercancías que se encontraban abarrotados hasta el techo. Los tres compañeros del Batallón que llegamos juntos, no nos dejaban subir a los vagones , yo llevaba una garrota qué no sé como llegó a mis manos durante el camino hacia Valencia. Decían que no cabía nadie más… La garrota obró el milagro, a garrotazos me hice sitio y ya arriba del vagon logre subir a mis compañeros. El tren empezó a circular lentamente. En seguida, me di cuenta de lo peligroso que era viajar en el techo del tren y tomé la resolución de meterme dentro del vagon descolgadome por el techo y lanzándome dentro pese a las protestas de los que estaban y qué decían que no había sitio. Ayudé a mis dos compañeros con la colaboración nuevamente de aquella garrota, que más tarde perdí, porque al pasar por la estación de La Encina, vi a un individuo que se mofaba de nosotros haciéndonos el saludo fascista. Le lance la garrota, no le dí, pero sí se llevó un buen susto.

Al llegar a Albacete, el tren no continuó su trayecto. Como en la estación de Valencia estaba atestada de combatientes que querían retornar a sus casas. Uno de los compañeros era de allí y como de momento no circulaba ningún tren, nos invitó a ir a su casa qué estaba a unos dos kilómetros de la estación. Era de noche y cuando llegamos, fuimos muy bien recibidos. Allí pasamos la noche pero al amanecer, la madre vino muy preocupada porque nos habían denunciado que estábamos allí. La mujer nos preparó pan con chorizo y unos huevos cocidos y salimos rápidos hacia la estación de Albacete.

Se estaba formando un tren, así que cogimos conservas y pan. También compramos un botijillo que llenamos de vino. Cuando llegamos a Alcázar de San Juan, nos hicieron bajar del tren las tropas italianas y nos formaron en fila de dos. Nos llevaban a un campo de concentración. Íbamos por el anden y había un tren de mercancías parado y con la puerta abierta, al llegar a su altura empujé a mi compañero y yo detrás, los escoltas no se dieron cuenta. Escondidos dentro del vagón esperamos mucho tiempo después de haber cerrado con mucho cuidado la puerta. Pensamos, que a algún sitio iría y así fue como llegamos a Villacañas. El dinero que teníamos, nos valío para comprar pan, luego los billetes republicanos serían anulados. Pasamos la noche durmiendo en el suelo del  anden con una manta en el suelo y otra encima, era el cinco de abril, había llovido y hacía un frío húmedo que se te metía en los huesos.

Nos despertó un guardia civil, que nos pisó la cabeza, y nos metió en otro tren de ganado, al parecer no merecíamos otra cosa. Acercándonos a Madrid, por el puente de los tres ojos, ya vi el puente de Vallecas, mi casa estaba allí. A la altura del pacifico, me despedí de mi amigo, al que nunca volví a ver. Un empleado me dijo que saltara por allí porque estaban deteniendo a todos que regresabamos y luego los llevaban concentrados al campo de fútbol del Racing ( hoy campo del Rayo)

Cuando bajaba por Las Californias, dos moros armados estaban vigilando las vías, yo no lo pensé, me dirigí hacia ellos y los saludé, me contestaron normal, creyeron que yo era uno de ellos, con el pelo al cero, moreno tirando a sucio y con la manta al hombro parecía uno más de ellos. No había avanzado treinta metros cuando oí voces, miré para atrás y vi como los dos moros que acababa de dejar atrás, detenían a otro que también se había bajado del tren en marcha y se lo llevaban detenido. Bajé por el Arroyo Abroñigar, Monté Igueldo y enfile hasta el Callejón del Busto. Pasé tranquilamente entre la tropa que estaba en plena calle, paseando y hablando entre soldados, moros y mandos… Por fin llegué hasta mi casa. Allí estaban mis dos hermanos, Julián y Angel que habían llegado tres días antes, mis padres, mi hermana Julia…

Mi madre muy temerosa, nos decía que nos entregásemos, pero nos quedamos escondidos en casa. Fueron días difíciles, de mucho peligro. Tuvimos mucha suerte, que no nos denunció nadie… En esos días, no paró de llover y me acordaba de lo mal que lo estarían pasando todos los detenidos y concentrados en el campo del Rayo, allí a la intemperie de día y de noche, lloviendo…

Poco a poco los fueron depurando. Fusilamientos, cárceles…

Continuará…