La muerte de mi hijo Luisito. El día más triste de mi vida. (Capítulo 4)

El 9/10/1944 Murió mi querido hijo Luisito con sólo tres años de edad,  víctima de un accidente y mi esposa sufrió múltiples traumatismos, que marcaron toda una vida de sufrimiento y dolor.

Eran años muy duros, estábamos en plena segunda guerra mundial y hacía sólo tres años que había acabado la guerra de España, y nos enfrentábamos a la posguerra, que fué aún peor que la propia guerra. El hambre, la miseria, y las calamidades eran generalizadas y en el caso de mi familia, en esos momentos empezábamos a ver la luz. Hacía un año que  había venido del Batallón General de trabajadores en África, donde mis compañeros morían de hambre y enfermedad. Sólo pude disfrutar de mi querido hijo un año, un sólo año.

Conseguí trabajo en «Los Certales», una de las mejores casa de tapicería de Madrid.  Con las horas extras y chapuzas en casas del barrio Salamanca, nos llegaba para comer y vestir.  Vivíamos en la casa de los padres de Carmen y en la familia nos ayudabamos unos a otros. El día  9 de Octubre de 1.944 todo cambió radicalmente. Luisito, con quien solo pasé poco más de un año, queriéndole, llevándole conmigo a todos los sitios y dándole todo lo que podíamos comprarle. (Primero, para él y luego para los demás). Era un niño guapo y fuerte, aparentaba seis años, listo y mañoso. Lo quería todo el mundo. Partía la leña a la abuela, arreglaba el triciclo qué le había regalado su tío Antonio, todos los juguetes los desarmaba y volvía a recomponerlos.

Íbamos los domingos al boxeo a la Ferroviaria, yo le llevaba a hombros, le gustaba mucho, así que le compré unos guantes de boxeo y boxeaba con él. En una ocasión estando yo en cuclillas, me soltó un tortazo que me tiro, yo le llamaba «Ochoa» como un luchador que veíamos en la Ferroviaria. Al tirarme, me dijo «toma Ochoa». Esta frase siempre la recordaría la abuela Santa, cuando hablabamos de él .

Aquel fatídico día iba a ir al colegio por primera vez, yo me fui a trabajar y me dio un beso y un abrazo. Salió alegre con un cuaderno a despedirme. Aquel día nos marcó para siempre. En la calle los Tres Peces, había un edificio de piedra que en la guerra fue alcanzado por un obús y todos los escombros estában amontonados por dentro. El edificio, estaba siendo rehabilitado y no había vallas que protegesien a los viandantes, Luisito quería hacer pis y Carmen le estaba asistiendo, cuando en ese momento, se produjo el derrumbamiento de la fachada. Luisito, salió despedido por el impacto en la cabeza de una piedra y Carmen, quedó sepultada, siendo rescatada por los bomberos.

Luisito, fue trasladado a la casa de socorro por un motorista. Ingreso agonizante y murió al poco tiempo. Con tres años y medio. Un niño querido por toda la familia.

Carmen, sufrió heridas y traumatismos tan graves, qué los médicos que la atendieron eran pesimistas de cara a que sobreviviese  primero y después a que pudiera valerse por si misma.

Yo regresé aquel día por la tarde sin saber nada. Había estado trabajando en la ciudad universitaria y estaba deseando llegar a casa para saber como lo había pasado mi niño, en su primer día de colegio. Cogí un tranvia del puente Segovia a Puerta Cerrada, al entrar en la calle la Fé, se me acercó un chico que yo no conocía, pero al parecer me estaba esperando y me dio la Noticia con estas palabras: Su mujer está en el hospital y su hijo está muerto. De la conmoción creo que me caí, después salí corriendo hasta la calle Salitre n. 32. Allí estaba la Sra Santa, la madre de Carmen llorando y todos los vecinos. Lo que sentí en aquellos momentos, solo lo pueden saber los que han sufrido desgracias parecidas, no podía creerlo. La fatalidad destruyó en un momento todas nuestras ilusiones y esperanzas.

Fueron días que no se los deseo a nadie. Por un lado mi niño muerto en el depósito de cadáveres a la espera de la autopsia y en el edificio de enfrente estaba Carmen hospitalizada, luchando entre la vida y la muerte. Las lesiones eran gravisimas y no daban esperanza de que saliera adelante. Esperar y esperar. La juventud y salud que tenía la hicieron retornar a la vida, pero estaba en coma. Era un tremendo dilema, como decirle lo de Luisito cuando recobrase el conocimiento. A los quince días empezó a hablar y a preguntar por su hijo, yo quería desaparecer, al principio la mentí. La monja que la cuidaba se hizo cargo y poco a poco se lo dijo.

De aquellos tiempos horrorosos sólo una persona estuvo ayudándome, mejor dicho nos ayudamos mutuamente, la Sra Santa.

El guarda de la obra se presentó en casa llorando y ofreciendo ayuda por parte del dueño. Yo no quería dinero, a mi hijo no me lo podían devolver, pero si una ayuda para atender la rehabilitación de mi mujer. Todo lo dejé en manos de un abogado que me recomendó Teresa, la hermana de Carmen, que vivía en la calle San Pedro, se llamaba Pastor y resultó ser un sinvergüenza como la mayoría de los que intervinieron. Olieron dinero y entre los abogados y el médico Ramírez Cerdan, traumatologo que vivía en un ático en la calle El Príncipe, redactó un informe restando importancia a las heridas (Rotura de pelvis, rotura de cráneo, maxilar derecho hundido y ojo derecho) de los huesos de las piernas y costillas no dijo nada. No obstante se armo la causa y en el juzgado «se perdió»  y cuando se rehízo se perdió en las Salesas. ¡Nunca se celebró el juicio! Yo recibía amenazas subliminales porque estaba recién licenciado de un Batallón de trabajadores y declarado desafecto al régimen de Franco. Al otro lado estaban los abogados y procuradores amén del dueño del edificio respaldados por un jefazo de la casa de Franco. Los tres pagaron con un cáncer.

Me trague la rabia y me callé. Nunca he sido egoísta y siempre me he adaptado a las circunstancias. Asumí todo como una fatalidad. Gracias a que, poco a poco Carmen se fué reponiendo y con mucho trabajo saqué a mí mujer adelante y no le falto nada en su convalecencia, aunque me aseguraron que no podría andar. No fue así. Cierto que siempre estuvo muy delicada y llena de dolores por tantas fracturas (sobretodo las cervicales) pero con una fuerza de voluntad grande, superó en parte la desgracia aló largo de dos años y más tarde el nacimiento de Ángel nos hizo mirar al futuro sin olvidad el pasado. Continuará…

San Pascual Bailón capitulo3

Nos hicimos adictos a visitar la cueva mi amigo Miguel y yo. Allí, hablábamos con Laureano, un franciscano misionero del que me envelesaba oír sus conversaciones. Al igual que colegueba con el santo en mis monólogos&soliloquios, lo hacía con él.

-Laureano, si yo un día te dijera que me confesases, tendrías que hacer horas extraordinarias, porque desde que hice la comunión, no he vuelto a hacerlo.

– No es necesario que estés tanto tiempo, me dijo con su sonrisa bonachóna en la cara. Tú, me dices que quieres confesarte y yo, te perdono. Con esa sencillez que irradiaba su respuesta, me dejó atónito. Yo insistí en la «broma».

-Laureano, espero qué me eches una manita cuando estés en el cielo. Yo no soy practicante católico, no voy a misa, no he vuelto a comulgar desde la dichosa comunión, en fin que siempre es bueno tener un «enchufe» allá en el cielo, por si estoy como mucho en el purgatorio pasando calor… Jajajajs!

– Sin perder su sonrisa me responde. Mi padre no era creyente y está en el cielo.

Laureano irradiaba paz y además del embrujo que produce la cueva, nos hacia perder el sentido del tiempo. Nos contó qué había estado muchos años en la antigua Guinea Española, en sitios recónditos donde los más desfavorecidos recibian sus desvelos. Había construido pozos de agua, para el regadío y agua potable. Había trabajado en la docencia de niños y mayores, y en cubrir parte de las muchas necesidades que tenían sanitarias y de supervivencia. Amén de llevar el evangelio.

Le pregunté ¿porqué se había venido?, nos dijo que había cogido la Malaria y le habían traído su cuerpo aquí, pero su corazón se había quedado allí. Además me dio a entender con tristeza que ya no le enviarían de nuevo a misiones por África, por su edad. (Es importante reseñar, que la orden tiene voto de obediencia) ¡Qué personaje! ¡He llegado a quererle!

Un día nos dijo Laureano, que en la Iglesia de Orito se iba a celebrar los cuatrocientos años de la beatificación del santo y que durante una semana, se iban a exponer todos los recuerdos y reliquias del santo traídas desde diferentes lugares de toda España. Entre todas las cosas, hubo dos cosas que me impactaron. Una, los escritos del santo encuadernados en pergaminos de cuero y cosidos por los lomos, de un tamaño de un libro pequeño de bolsillo, tenía una caligrafía preciosa, guardando las distancias y sin torcerse en sus renglones. La otra, una reproducción del cuerpo acartonado e incorrupto del santo, con un realismo increible (La reliquia del cuerpo del santo, la quemaron en la guerra dentro de las locuras que hicieron unos bandos y otros). Nos dijo que para cubrir los diferente turnos de visitas, se iban a requerir la colaboración de voluntarios. Miguel y yo nos ofrecimos y se nos asignó un Lunes, de nueve de la mañana a las tres de la tarde. A mí, me tocó un puesto que estaba situado en la entrada de la Iglesia  en el que se vendían diferentes objetos (rosarios, escapularios, figuritas del santo etc.) No vendí nada, ni una mala estámpita. Sólo vino una parejita, que Miguel acompañó por las diferentes estancias para enseñarles la exposición. El motivo por el que no vino casi nadie, fue que hizo un día de perros y caía el agua a mares, hacía mucho frío y sentados en la entrada estábamos Miguel y yo, ateridos de frio tiritando…

A las dos horas, no sentía los pies, la humedad se me había metido en el cuerpo y los dientes me casteñeaban. Miguel, igual que yo estaba frotándose las manos. En ésto, llegó Laureano.

-Laureano, le dije ¿no tendrás una estufita, un braserito, algo que de calor?

– Si, arriba en mi celda me dijo, y se fue raudo. Al poco llegó con una estufa del año tres. Una estufa, de esas eléctricas de los años setenta, que tenían tres partes diferenciadas, izquierda, central y derecha. Cada parte, correspondía con tres botones superiores. Laureano, sólo pulsó un botón y sólo se encendió la parte de la izquierda y se fué. Le miré a Miguel y le dije:

-Miguel, no me atrevo a encender los otros dos fuegos, porque como los frailes son tan austeros, pero yo me estoy muriendo de frío. De repente y sin que nadie tocase la estufa… «ZUM, ZUM» . Se encienden los otros dos fuegos. Miguel y yo nos quedamos mirándonos y de reojo mirando la estufa, con una cara de asombro y los ojos como platos… En éste momento llega Laureano y con asombro e intriga, le explicamos el prodigio de los fuegos. Se da la vuelta y se va lentamente riéndose.

Y le escuchamos decir: Jijijiji… Éste San Pascual…

Continuará.

Amigos y compañeros muertos en la guerra civil

Hoy 1 de noviembre de 2.017, me parece oportuno recordar a mis amigos y compañeros que cayeron en la guerra y que a estas alturas quizá nadie recuerde ya. Jóvenes entre 18 y 24 años que dieron su vida, para conseguir una vida mejor…

«El maestrillo», murió en el Cerro Gatabitas, en la Casa de Campo.

«Sandalio» murió en Peguerinos de la Fay.

«El jaro» desaparecido y posteriormente dado por muerto en Somosierra.

«El negro» murió en el Barranco Resinero. Con él estuve, en la 105 Brigada de Aviación en Algete.

Rafael Ballester «Cartagena», muerto en el frente del Ebro.

Victor, muerto en Valencia en un bombardeo.

«Chevalier» fusilado al acabar la guerra.

Eugenio, murió cuando estaba prisionero en Belchite.

Buenos compañeros… Berrocal murió en el Batallón disciplinario de trabajadores en Ceuta. Allí estábamos los dos. Nos trataban como animales. Soldados con fusiles custodiandonos todo el día. Un chusco de pan era nuestro alimento. Cavando postes a pico y pala. Era un campo de concentración con trabajos forzados. Llegué a pesar 50 kilos, menos las arañas y los alaclanes todo nos lo comiamos: Lagartos, culebras, raíces. La gente se moría…

Felix Díaz también murió, estaba en el Batallón disciplinario de trabajadores pero, no coincidí con él, porque estaba por el Sáhara . Sí estuvimos juntos en Aviación. Reus, Lérida, Barcelona y Barajas.

En las trincheras murieron muchos que no me acuerdo de sus nombres. Si me acuerdo de sus caras. Algunos murieron con tremendas mutilaciones.

Nuestra familia no tuvo bajas, bueno mi madre al final de la guerra sufrió una parálisis que la dejó postrada hasta su fallecimiento en el año 1978. Fueron muchos nervios. Dos hijos en el frente, los dos pequeños evacuados en Francia y en Vallecas bombardeo tras bombardeo. Pobre mujer, no conoció el mar…

20/11 /2017 Hoy cumplo 100 años (capítulo 2)

Escribo estas memorias, más bien por entretenimiento y para recordar tiempos pasados, tiempos duros en los que las privaciones, miserias y egoísmo de la gente, me privaron de una juventud que me ilusionaba y transcurría feliz. Políticos y militares mediocres, pusieron fin a la esperanza de una vida que disfrutaba hasta aquellos momentos.

Defendí lo que mis padres habían votado en las urnas, defendí La República. Siempre creí que tendríamos un futuro mejor, que con la Monarquía y dictadura de Alfonso XXIII y el General Primo de Rivera… Más de lo mismo y después el General Franco y después hasta la fecha estos políticos sin valor, ni talento para imponer una Democracia con la Ley y las fuerzas que el gobierno tiene en sus manos.

Los primeros cinco años de mi vida, no guardo ningún recuerdo, solo sé lo que me contaron mis padres Pablo y Faustina. Sé que estoy vivo de milagro. Tuve la gripe Española, estuve mucho tiempo hospitalizado y arrastre importantes secuelas… Vivíamos hacinados en una vivienda en la calle D Florentino en el puente Vallecas. Una casa baja, con un patio trasero y un gran patio comunitario donde teníamos los wc. No teníamos agua, ni luz electrica (la luz llegó cuando yo tenía 16 años) El agua la llevábamos en cántaros, tanto para cocinar como para bañarnos los domingos, día que aprovechavamos para cambiarnos la muda… Mi pobre madre lavaba la ropa en un lavadero comunitario a la intemperie, con frío y con calor. Éramos ocho de familia, mis padres, cuatro hermanos y dos hermanas. Nuestro lugar de reunión, era la cocina al calor del fogón de carbón de encina… La comida era siempre a base de legumbres, lentejas, judías, cocido… No teníamos radio y solíamos jugar a las cartas y al parchís…

A los seis años, me llevaron al colegio de párvulos y empecé a hacer palotes, conocer las letras, juntar sílabas… A los siete años me llevaron a un colegio de pago, pero me sacaron al mes, porque no podían hacer frente al pago. Me llevaron al colegio del Ave María del padre Manjon. Yo seguía arrastrando secuelas de salud, padecía bastante de la vista. Me levantaba con los ojos cerrados, mi madre me los lavaba con agua caliente y me llevaba a la clínica del doctor D. Adolfo donde me echaban unas gotas que me dejaban ciego durante bastante tiempo… Al final logre superar los problemas de visión y pude estudiar normalmente. Cuando pasé a la clase de mayores ya había recuperado todo el tiempo perdido. Se me daba muy bien las matemáticas, la geometría. , la geografía, historia de España… A los once años pasé a ser el segundo de la clase, detrás de Pablo Pastor. Al año siguiente Pablo Pastror tenía 14 años y pasó de clase… Así que con 12y13 años fui el primero de la clase… Recuerdo a mis profesores D. José y D. Elías que daba gusto estar con ellos, lo bien que enseñaban… Sin pegar palmetazos. Esos fueron los años más felices vividos, lugabamos a fútbol, a pelearnos, las peleas estaban al orden del día, un día si y al otro también. El puente Vallecas era en aquellos tiempos como el oeste americano. Lo único bueno es que no había coches, sólo carros tirados por mulas, volquetes para el transporte del material para la construcción, Carretas tiradas por bueyes, rebaños de ovejas y cabras, las vacas dentro de las vaquerias en establos urbanos techados, las sacaban a pastar al campo de la Estrella, donde había campos de alfalfa. Todas las calles estaban sin asfaltar y cuando llovía se formaban unos barrizales…

Domingo el lechero, que luego monto un bar junto al metro de Vallecas nos proporcionó un balón para jugar a fútbol. Hicimos un campo en el barrio en un solar que tiempo después hicieron un convento de Monjas en la calle Emilio Ortuño. Allí vivía mi amigo Germán Regidor y la familia Castilla, que fabricaban botas de fútbol y balones. Ramón fue después mi cuñado al casarse con mi hermana Julia… Hacíamos partidos interminables a hacer goles a veces terminaban al anochecer porque ya no se veía (no existía alumbrado público)

El 14 de Abril de 1931 yo tenía 13 años, estaba jugando a fútbol cuando vimos como llegaban camiones llenos de gentes gritando desaforadamente y cantando. ¡Se había proclamado La República! La gente estaba loca de alegría, pero la situación para la clase trabajadora siguió igual; paro, sueldos bajos, pobreza y calamidades… El primer presidente fué Alcalá Zamora que era monárquico, y ocuparon puestos importantes otros como Los Mauras, Lerrous, Gil Robles y una camarilla de políticos que como en la actualidad miran solo por su bienestar

Por aquellos años yo empecé a trabajar y hasta que empezó la guerra fueron los años más felices vividos, aunque carecíamos de juguetes y golosinas que veíamos y no teníamos… Disfrutábamos de libertad, para correr y jugar con cosas naturales. Yo en aquel momento, no envidiaba nada ni a nadie.

Mi primer trabajo con 13 años entonces empecé a ver la vida de los obreros, sueldos bajísimos que daban para vivir malamente. Las huelgas y algaradas que yo veía en la calle de Atocha, de los estudiantes de la facultad de Medicina. Las batidas que daban los Guardias de Asalto y la Guardia Civil a caballo que se empleaban con muchísima dureza. Mi primer empleo, fue de carpintero en la Travesía de San Lorenzo esquina a la calle San Cosme. El sueldo era de 0.50 céntimos, estuve dos semanas. Pedí que me subieran a una peseta. Me dijo que viniera mi padre a hablar con el dueño. Le contesté qué mi padre no trabajaba allí y que era conmigo con el que tenía que hablar. Al no subirme el sueldo, no volví más… Continuará «» *

¡Estalla la guerra!

Pablo Sanz Gutiérrez 17/11/1917-5/1/2021 Toda una vida (capítulo 1)

Domingo 19 de Julio de 1936

Nos encontrábamos, como era habitual los domingos, bailando en «El Dancin» de la Bombilla, que era uno de los lugares de diversión más baratos. Por 1,50 ptas teníamos baile y merienda (cerveza y bocadillo). Cuando se estaba terminando el baile, entraron unos individuos con fusiles y monos azules (después se llamaron milicianos) y nos desalojaron porque estaban tiroteándose con unos falangistas, al grito de: «¡El ejército se ha sublevado! ¡Ha estallado la guerra joder!».

Yo estaba bailando con una chica que conocía del «Leganitos» en la plaza de España. Ella trabajaba en la calle Escosura y se llamaba Elisa. Era de noche y la acompañé hasta su casa, donde servía. Bajamos por la orilla del Manzanares hasta donde hoy está el estadio Calderón, paseo de los Melancólicos. Al pasar por la pradera de San Isidro se oían disparos (estaban muy cerca). Subimos por la calle Toledo, Santo Domingo, San Bernardo, Quevedo, hasta Escosura.

Entonces no existía el D. N. I. Tenía una cédula personal sin foto y el carné de la U. G. T. Durante el trayecto a pie, nadie me detuvo. Al final de la madrugada, llegué a mi casa en el Puente de Vallecas.

El lunes, la gente estaba muy nerviosa. Los rumores, los tiroteos… No sabíamos qué pasaba. Nos reunimos en el barrio varios amigos y la curiosidad por saber qué ocurría nos llevó a la Plaza de España. Cogimos el metro que desde ese día era gratis, como muchas cosas; solo había que decir en voz alta: U. H. P. (Significaba «Uníos, hermanos proletarios»). Así que pedías tabaco y unas cervezas, decías U. H. P. y salías sin pagar nada… Aquello no duró mucho.

Llegamos a la Gran Vía y bajamos por la plaza de Oriente hasta la calle Ferraz. Se oían tiros en el Cuartel de la Montaña. Se habían hecho fuertes falangistas y parte del ejército que se había sublevado. Allí hubo una lucha tremenda con muchos muertos y fusilamientos… Bajamos por el paseo San Vicente y la primera calle a la derecha daba a una cuesta a la espalda del cuartel. Las balas silbaban por encima de nuestras cabezas, porque la calle estaba más baja en la trayectoria.

De repente, se hizo un silencio, seguido de un griterío. Se habían apoderado del cuartel. Corriendo, entramos todos los amigos en el patio. Lo que vi no me gustó nada: estaba plagado de cadáveres de soldados, de falangistas, de oficiales del ejército. Fueron los primeros muertos de la guerra civil que vi, un impacto tremendo, difícil de olvidar… Aquello era un caos, una locura. Me encontré con un primo hermano que estaba detenido-preso; estaba haciendo la mili de voluntario y estaba en un aprieto. Sacamos la cara por él y salió del cuartel sin ningún contratiempo. (Años después, coincidimos en el batallón disciplinario en el que estuve «condenado» en África).

El Cuartel de la Montaña era un polvorín repleto de armas y explosivos. Dentro del cuartel, entramos a tropel en medio de una avalancha en una sala donde estaban almacenados fusiles y municiónes. Nos armaron  a todos. Yo, cogí un mosquetón y municiónes. Cuando  salimos a la calle, yo no sabía ni como se cargaba el fusil.

Volvimos por la Gran Vía; todo eran griteríos. Desde un piso alto del edificio del cine Coliseum, empezaron a dispararnos. Nos guarecimos detrás de un coche. Al principio, no sabíamos dónde estaba el francotirador, hasta que uno de mis amigos lo descubrió. Hacia aquel piso, empezamos a disparar. Fue la primera vez que disparé al azar, pues yo no había visto a nadie. Nos dejaron tranquilos y seguimos nuestro camino hasta el Puente de Vallecas. La gente estaba en la calle como loca, gritos desaforados, canciones. No sabíamos lo que iba a pasar. Yo esperaba que, como en otros momentos de huelgas y concentraciones, pasado un tiempo, todo se normalizaría. El resultado fue muy diferente: tres años de pasar toda clase de calamidades. Yo tenía 18 años y no había salido nunca de Madrid, ni de casa. Allí me uní a un grupo de la CNT.

Con el grupo de la CNT patrullamos Madrid de punta a punta. En la plaza de Santa Barbara, esquina con Fuencarral también nos tirotearon. Parte del grupo subió a la casa, registrando piso a piso, sin encontrar al autor de los disparos.

Eran muchos los que se camuflaron, y para salvarse se hicieron de la CNT. Después se les llamó La quinta columna, traidores ‘emboscados’ en territorio enemigo. Su guerra secreta tras las líneas republicanas. Cuando se acabó la guerra, muchos se hicieron falangistas; estos fueron los peores asesinos, amparados en la impunidad que les daba el uniforme.

Un día, estando «El maestrillo», «El Jaro», Manolo y yo frente al cine Gimeno, había una manifestación de gente. Gritaban de alegría, cantaban, no sabían lo que después tuvimos que pasar, después de tanta euforia. Paró un camión y unos milicianos subidos al pescante arengaban a la gente a subir al mismo. ¡A Burgos! ¡A Burgos!, decían gritando. Nos subimos los cuatro al camión (éramos unos críos de dieciocho años). Nos llevó hasta Cibeles, al Ministerio del Ejército, nos cargaron de municiones y en camiones partimos ya de noche avanzada. Cuando llegamos a Colmenar Viejo había allí muchos más milicianos (así nos llamaban al principio de la guerra).

Todo era caótico, no había mandos y cada cual hacía la guerra por su cuenta. Pasamos el día en Colmenar y después de comer partimos hacia Burgos. Nos dieron suministros que consistían en una cantimplora de vino y una lata de mortadela para cuatro. Al llegar a Somosierra, una lluvia de disparos nos paró en seco; venían de todas las direcciones. Nos dimos cuenta de que teníamos enfrente al ejército sublevado, cortándonos el paso. Parapetados, pasamos la noche tiritando bajo un frío intenso; las noches en la sierra son gélidas, a pesar de que aún estábamos en verano. ¡Nos comimos la mortadela y me sentó fatal! (No he vuelto a comer jamás la dichosa mortadela).

Continuará…